GOLPE AVISA


Uno de los recuerdos más delirantes e hilarantes de mi adolescencia tiene que ver, aunque parezca extraño, con el golpe que un amigo le propinó a una mujer. De hecho hasta ahora me es difícil contener la risa cada vez que me acuerdo. Y no es que sea sádico o disfrute de maltratar mujeres. Nada de eso.

Sucede que hace varios años, un fin de semana que descansábamos del rigor del colegio, salimos con Roberto, gran compañero de aventuras adolescentes hoy radicado en los Estados Unidos, entusiasmado de conocer a una chica que nos iba a presentar mi buena amiga Ángela. Al igual que yo, Ángela estudiaba en La Recoleta y era una de las mejores amigas de Gisela, mi más tortuoso amor de colegio. Desde Tercer Año de Secundaria estuve silencioso detrás de Gisela. La verdad nunca me mandé. Presiento que ella sabía perfectamente lo que sentía y hasta ahora debe preguntarse porqué no me declaré. La respuesta es muy simple: timidez que ni siquiera pude vencer durante mi fiesta de Pre Prom, en la cual Gisela fue mi pareja.

Probablemente Ángela tampoco entendía como cada mes me auto flagelaba pensando en su amiga. Y como suele suceder, mientras la adoración a Gisela disminuía mes tras mes (o quizás año tras año), mi amistad con Ángela se afianzaba. Alguna vez se la presenté a Roberto, quien hasta hizo el intento de enamorarla. No era para menos, Ángela es una bella mujer en todos los sentidos. Tenía un hermoso rostro, dulce y tierno. Además poseía una inteligencia y carisma que permitía intensas y divertidas conversaciones.

Ese fin de semana habíamos acordado salir. No recuerdo bien cuales eran los planes, pero el hecho es que nos encontramos en el Centro Comercial Higuereta. Llegó no con una sino con dos amigas, no muy agraciadas para ser franco, lo que resultó un problema. No por lo poco agraciadas de las dos chicas, sino porque Roberto y yo no sabíamos como lidiar con una salida con tres chicas. Siempre fuimos unos galantes caballeros que corríamos con los gastos de nuestras invitadas. Pero ahora que eran tres ¿qué hacíamos? Si íbamos al cine ¿cómo nos dividíamos las entradas? ¿Quién invitaba a quién? Lo mismo en una heladería, sanguchería o restaurante.

Decidimos pasear mientras pensábamos en algo, pero el Centro Comercial, digamos, no era un emporio de divertimento. Ángela no parecía estar incómoda, tenía la suficiente personalidad como para seguirnos el juego. Mientras, sus amigas se distanciaban y demostraban que además de poco agraciadas no eran muy carismáticas que digamos. Con Ángela no había necesidad de ir a algún lugar, con ella siempre había algo de qué conversar.

Finalmente luego de dar vueltas por unas horas nos sentamos en las escaleras del Centro Comercial. Yo estaba parado en los primeros escalones conversando. Ángela estaba a mi lado y un poco más arriba Roberto contribuía en la charla. Sentadas algunas gradas más arriba estaban las amigas. No colaboraban mucho en la conversación, pero allí estaban. De vez en cuando cuchicheaban entre ellas y poco a poco la situación se torno un poco incómoda. No había química.

Por alguna extraña razón, pronto mi conversación sólo era con Ángela. Roberto se había quedado callado. Yo lo miraba de reojo extrañado y hasta pensé que se había molestado por algo que dije. De repente aún sentía algo por Ángela y pensaba que yo lo estaba atrasando. Me pareció extraño. Lo cierto es que por varios minutos Roberto permaneció en silencio. Se apoyaba en el pasamano de la escalera y lucía incómodo. Pasaron los minutos. Las chicas hablaban entre ellas y yo intervenía de vez en cuando. Pero no tenía ningún apoyo. Era momento de cambiar de escenario y aprovechar un descuido de las chicas para reclamarle a mi amigo por su sepulcral silencio. Roberto sonreía, pero no se movía. Se mantenía agarrado del pasamano como si se tratará de un preciado bien. Le insistí para ir a tomar algo. Teníamos sed. Nada. Finalmente Ángela insistió y entonces lo más inesperado sucedió:

El brazo de Roberto dejó de sujetar el pasamano y ferozmente arremetió contra el rostro de una de las amigas que, recordemos, estaba sentada unas gradas más arriba. Un manotazo en la cara que resonó en todo el Centro Comercial. Porque no estoy hablando de un golpecito o un simple lapo. Fue un manazo que tumbó a la pobre chica hacia un lado de las escaleras. Ángela y su otra amiga no entendían nada. Estaban desencajadas. Yo, en cambio, no pude contener la carcajada. Lo extraño de la actitud de Roberto me había hecho estar atento a sus acciones, por lo que me di cuenta inmediatamente de lo que había sucedido.

Hagamos un breve flashback para explicarlo todo. Roberto estaba muy tranquilo conversando. Nada indicaba algún malestar en él. Mientras conversaba metía su dedo índice en un pequeño agujero que había encontrado en el pasamano. Lo metía y lo sacaba, lo metía y lo sacaba. Una y otra vez, casi involuntariamente mientras conversaba. De repente se quedó callado. No hablaba. Pronto lucía incómodo.

Yo seguía conversando y no me percataba de lo que sucedía. Cuando Ángela insistió en tomar algo, observé que Roberto sudaba frío. Algo andaba mal. Luego de mucho jugueteo, su dedo se había quedado atascado en el agujerito. Su índice estaba atrapado. Habían pasado varios minutos y todos los intentos por liberarlo habían sido inútiles. La desesperación se apoderaba de Roberto. Probablemente imaginaba a Ángela aceitándole el dedo o a todos jalándolo al grito de ¡uno… dos… y tres!… o quizás hasta se veía dentro de una ambulancia con un pedazo de pasamano a su lado. ¿Quién sabe? Sea como sea, tener atrapado un dedo en un minúsculo e intrascendente agujerito era a todas luces sinónimo de un papelón.

A esa edad, lo principal era evitar la vergüenza. Sobre todo si estas frente a tres chicas. Por eso entiendo la decisión de Roberto de sortear el bochorno. Así, asolapadamente concentró toda su energía en su brazo. Entonces dio un gran tirón. Le puso mucha energía, quizás demasiada, y pronto su índice volvió a sentirse libre. Seguramente Roberto esbozo una sonrisa al ver su dedo liberado. Una sonrisa que debe haber durado menos de un segundo, pues su brazo salió incontrolablemente disparado directo hacia el rostro de una de las chicas, quien enfrascada en una charla tan amena como superflua, no llegó a adivinar el descontrolado golpe que se acercaba. La inesperada mano de Roberto terminó, de lleno y sin nada que la detenga, en el distraído rostro de la chica. Parafraseando a la serie Batman: ¡Swack! ¡Pum! ¡Kaboom!, y la joven yacía tumbada en el suelo, adolorida y sin saber que había sucedido. Ángela y su suertuda amiga (por haber escogido una mejor ubicación) trataban de ayudarla sin entender.

Pese al tiempo transcurrido, yo recuerdo la escena como si fuera ayer y quizás por eso hasta hoy la risa se me hace incontrolable. Recuerdo claramente el golpe y la posterior reacción de Roberto, tratando de dar explicaciones: “Disculpa, es que mi dedo estaba atracado en el huequito”. Difícil contener la risa. Es cierto, a la afectada no le debió causar gracia (aunque el tiempo se encarga de sanar heridas), pero la verdad es que yo tuve que esconderme debajo de las escaleras para literalmente llorar de risa. Por más que Roberto me suplicaba que dejara de reír, las risueñas convulsiones que me provocaba (o más bien me provoca) la frase “Disculpa, es que mi dedo estaba atracado en el huequito” fueron simplemente incontrolables. De hecho se prolongaron algunas horas más (y meses… y años… y décadas). Es más, presiento que más que el golpe, fue esa incontrolable risa la que dio por finalizada nuestra reunión con las chicas.

Nunca más supe de las amigas, pero espero que el golpe no haya dejado huella. A Ángela me la encontré hace ya varios años en San Borja. Yo recién llegaba de Chile y hacía taxi para juntar un poco de dinero. Siempre caballero, no le cobré. En cuanto a Roberto viene de vez en cuando a Lima. Hace un par de años estuvo por mi casa e inmediatamente recordamos el hecho. Me imagino que es difícil borrar una situación así. Lo bueno es que ahora él tampoco puede contener la risa.

Foto 1: Chica Terremoto: Los ganadores del Oscar, el maestro Clint Eastwood y la bella Hillary Swank en "Million Dollar Baby", una extraordinaria película en la que Eastwood enseña a Swank como esquivar algunos golpes.

Foto 2: Jugueteando: Anónimos amigos jugando a la peleita. Al menos la coreografía está bien planteada.


"Para mi, el cine son cuatrocientas butacas que llenar". (Alfred Hitchcock)

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